20 de mayo de 2013

FERNANDO ALFONSO EN EL MARATON DE MADRID

Llegando a la meta
Como sabéis el pasado domingo día 28 de abril se celebró el maratón más importante que se desarrolla en España, el Maratón de Madrid, el popular MAPOMA, quizás el más complicado de nuestra tierra patria. 
Todo aquel que corre esta mítica distancia sabe que cruzar la meta de esta prueba en particular es la que te hace grande, te hace MARATONIANO de verdad. 
Pues bien, esa experiencia, entre otros, la vivió nuestro amigo FERNANDO ALFONSO VELASCO, y decidió plasmarla en su habitual columna de La Gaceta del Arañuelo. 
Nosotros, como compañeros y amigos suyos, procedemos a publicarla en esta bitácora, para que todos os podáis deleitar con su saber hacer en negro sobre blanco. En este artículo tuvo un recuerdo muy especial para el joven Martin, víctima de la barbarie en el último Maratón de Boston.
Enhorabuena, FERNANDO, ya eres un hombre de maratón, y un excelente narrador. Aquí va la crónica.

Ya me lo reprochó  un amigo con cara de suma extrañeza. “¿A quién se le ocurre salir a entrenar un domingo por la mañana, durante 3 horas, con lo agustito que se está en la cama?” Tienes razón machote, sólo a los que estamos serenamente enganchaos a lo que los finolis ahora llaman el running, o sea, lo de correr de toda la vida. Aquella mañana medio soleada de principios de abril tocaba la prueba del treinta, ésa que los expertos en maratones te aconsejan que hagas justo tres semanas antes del pistoletazo de salida, que consiste en meterte entre pecho y espalda ese número de kilómetros para medir tus posibilidades de acabar los míticos cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco metros . Y aunque salí solo, como lo hago habitualmente, por el camino que transcurre paralelo a la autovía de Madrid en dirección a la capital, me encontré con el Comandante Lombardía, Don Valeriano, leyenda viva del atletismo popular moralo. Y como dictan los cánones de cortesía corricolari,  hicimos la ondulante ruta juntos. Y las sensaciones fueron buenas y la moral quedó alta. 

Pasando por la Puerta del Sol
Todos los indicios apuntaban a que  este año mandaríamos la postal no desde el muro del km 30, sino desde la frondosa arboleda que arropa el Paseo de Coches del precioso parque del Retiro madrileño. Las motivaciones que cada loco y loca tenemos para afrontar e intentar acabar una prueba física y mental como es una maratón – para mí siempre será femenino singular  – son múltiples, variadas y, en algunos casos, hasta estrambóticas, pero en cualquier caso, todas y cada una de ellas son respetabilísimas. A mí, como decía el maestro Sabina, me sobraban los motivos para alcanzar la meta. Y por si tenía pocos, los tristes sucesos acaecidos en la línea de llegada de la maratón de Boston, añadieron uno muy poderoso a los muy personales que ya tenía en mi corazón. Los asesinos de nombre impronunciable, sesgando la vida del niño de ocho años Martin Richard, provocaron un efecto rebote en el número de inscritos en la prueba de Madrid, e hicieron que muchos corredores lleváramos la imagen del niño sosteniendo un cartel pidiendo la paz, en mayúsculas, en nuestra retina. La fría mañana del 28 de abril el Paseo de la Castellana, justo antes de iniciar la marcha, se llenó de dedos formando la B de Boston en homenaje a todas las víctimas de la barbarie extremista. E iniciamos la marcha hacia lo desconocido, hacia aquella barrera física pero también mental que suponía para muchos el punto negro clásico de todo el recorrido, la Casa de Campo, en la que, parafraseando a un pesao sin dorsal que se unió al grupo de corredores en el km 15 “la gente empieza a caer como chinches”. Le mandé callar aunque el cuerpo me pedía mandarle a otro sitio un poquito más lejos y más sucio. 
Casi sin querer llegó el momento en el que nos separamos de los que iban a hacer la media maratón, justo al entrar en la glorieta de Bilbao. Correr por la Gran Vía, Preciados y, sobre todo, por la Puerta del Sol, no tiene precio. Sientes el aliento verdadero del público, detrás del vallado de seguridad, y enfilas con energías renovadas el camino hacia la frontera entre acabar y quedarte con la miel en los labios. El inesperado encuentro con tres familiares a la altura del km 25 me dieron un gran empujón. Ya divisaba el gran pulmón madrileño y comencé un ejercicio mental, trasladándome a otro lugar más familiar y más agradable. Intuía que si superaba la cuesta entre el 26 y el 28, tendría mis posibilidades de acabar. El alivio que sentí saliendo cuesta abajo del gran parque sólo lo entienden aquellos que lo han experimentado, algo parecido al que muchos otros han sentido cuando han superado retos personales, lo sé. A partir del km 35 comenzó mi particular lucha contra mi cuerpo y mi mente, contra la debilidad física, contra el dolor asumible, contra la fina lluvia que comenzó a caer, contra la fría temperatura reinante, contra el gélido viento de cara subiendo cuestas, contra la recta interminable de Embajadores hasta llegar a Atocha, contra mi historia. Cuando, por fin, ves la arboleda del otro pulmón madrileño, km 40, te invade una sensación relajante y te dejas llevar. Ya no hay fuerza mayor que te impida continuar la marcha hasta la entrada triunfal por la puerta de la calle O’Donnell. 
Antes de empezar
Y sí, tenían razón los veteranos Antonio, Jorge y Valeriano cuando decían aquello de que “cuando entras en el Retiro, te da un subidón que sacas fuerzas de no sé donde e incluso aceleras la marcha”. Cuando oí la voz de un hombre con chaleco fosforito decir que sólo quedaban 300 metros para la meta, brotaron espontaneas mis lágrimas para descargar toda la carga acumulada durante tantas horas de entrenamiento y sacrificios personales. Y pasaron por mi retina los rostros de mis gentes queridas; lluvias, calores y fríos soportados; comidas especiales; incertidumbres pero también certezas; debilidades y fortalezas; caras sonrientes, el abrazo de Nando la noche anterior  y un montón de te quieros. Y en esa galería de imágenes, apareció Martin con su sonriente carita de ángel y sus dientes descolocados. Mi carrera te la dedico a ti, chavalín bostoniano, allá donde quiera que estés. Sin tú saberlo - o quizás sí -  me ayudaste a superar sufrimientos, miedos y frustraciones. 

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